La Pata de Mono III - Final
La noticia golpeó a la familia con una crudeza devastadora. La esposa, rota por la tristeza, se retiró a la habitación, incapaz de asimilar la tragedia, mientras que el padre se quedó en la sala, sosteniendo con manos temblorosas las 200 monedas, aquellas mismas que habían pedido la noche anterior. El recuerdo de la pata de mono y el siniestro deseo les parecía ahora una burla cruel.
Horas después, en un intento desesperado por encontrar consuelo o explicación a lo ocurrido, el padre sacó la pata de mono de su bolsillo. La examinó en silencio, lleno de amargura y desesperación. "No puede ser una coincidencia", pensaba. Su corazón, en un estado de profunda agitación, se negó a aceptar la realidad de que su propio deseo había desencadenado la muerte de su hijo.
Aquella misma noche, el padre se sentó junto a su esposa, ambos agotados y sumidos en la desesperación. En medio de la oscuridad y con lágrimas en los ojos, la esposa miró la pata de mono y sugirió que tal vez, con otro deseo, podrían recuperar a su hijo. A pesar del miedo y la desconfianza que el objeto les inspiraba, el dolor de la pérdida era aún más fuerte que su temor a las posibles consecuencias.
Temblando, el padre alzó la pata de mono por segunda vez. Con una voz apenas audible, deseó que su hijo regresara a casa.
La pareja esperó en un silencio aterrador. Pasaron los minutos, y el único sonido en la casa era el tictac del reloj en la pared. Cuando la medianoche se acercaba, escucharon algo. Un golpe sordo, luego otro, y otro, cada vez más cerca. La esposa, al reconocer aquellos sonidos, corrió hacia la puerta con una mezcla de esperanza y pavor. Pero el padre, preso de un terror indescriptible, intentó detenerla. Sabía, en el fondo de su alma, que lo que estaba al otro lado de la puerta no era el hijo que habían perdido, sino algo mucho más siniestro.
A pesar de sus advertencias, la mujer abrió la puerta. Allí, en el umbral, se encontraba su hijo. Pero su apariencia era desgarradora: su cuerpo aún mostraba las marcas del fatal accidente en la fábrica, donde había sido atrapado en los engranajes de una máquina. El rostro, desfigurado, apenas dejaba entrever al joven que había sido; su piel era pálida y sus ojos vacíos. Era su hijo, pero al mismo tiempo, era algo mucho peor, algo que no pertenecía al mundo de los vivos.
En un último acto de horror y arrepentimiento, el padre alzó la pata de mono por tercera y última vez. Con un grito ahogado, deseó que aquello desapareciera para siempre. El silencio se hizo en la casa. Al abrir los ojos, el padre vio que el umbral estaba vacío, y la puerta se cerró lentamente. Todo rastro de su hijo, de su deseo, y de la pata de mono había desaparecido, dejándolos solos con el vacío de la pérdida y el peso de sus decisiones.